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Estoy decidida a descubrir mi origen. En primer lugar, debo verme a mí misma en mi actual estado. Con diversas excusas me han impedido desde el primer momento que observe el complejo de apoyo vital donde reside mi cerebro y los órganos sensoriales artificiales conectados a él. La posición de mis ojos electrónicos no me permite alcanzar ningún rasgo de mi estructura. Jamás he visto ni tan siquiera el borde de un panel o cable. Incluso no tengo la certeza de "dónde" estoy, es decir dónde está mi cerebro. En la habitación donde creo hallarme podrían estar únicamente los receptores de señal de mis órganos sensores; y mi cerebro con todo lo demás, encontrarse en otra sala. Todo el complejo ha de estar sin embargo ensamblado de la forma más compacta posible.

He ideado un plan. Es de noche. Activo mi brazo robótico. Lo muevo hasta alcanzar una funda de cartón depositada sobre una mesilla a la derecha de mi panorama visual. La sujeto con el juego de pinzas. Procedo a levantarla. Por fortuna, este apéndice es mucho más largo que un brazo humano, y posee bastantes más articulaciones. Opero el brazo hasta situar la cartulina detrás del acuario. Mi plan funciona. Con el nivel y situación de la luz que hay ahora en la habitación, la opacidad que he creado tras el acuario convierte la superficie de cristal en un rudimentario espejo. Sosteniendo con el apéndice robótico la lámina en esa posición, observo con atención la porción ignorada de mi habitación. La mesilla reflejada me sirve de referencia para calcular distancias y ángulos. Lo que veo adosado a la pared me recuerda mucho al equipo sensorial de las sondas espaciales. Advierto un juego de dos cámaras gemelas instaladas al final de una pértiga que sobresale de la estructura hacia delante. Son mis ojos. Reconozco mis oídos en número de 8 y en forma de micrófonos fijados sobre un aro que recorre gran parte de la estructura. Descubro el sintetizador de voz, el sistema de sonorización, los motores principales del brazo robótico, un panel con interfaces, y lo que deben ser módulos de conexiones. En el centro hay un tubo electrónico en el que confluyen todos los terminales periféricos. Este tubo se hunde en la pared.

Como suponía, no estoy en esta habitación. Me hallo en la sala adyacente hacia la que parte el tubo sensorial. Así consiguieron aislarme por completo de mí misma.

Ahora comienza la segunda parte de mi plan. Después de numerosos intentos fallidos, consigo conectar manualmente y sin poder verlo, el visor infrarrojo de mi telescopio a una de mis interfaces, mediante el apéndice electrónico. Una vez enfocado en la dirección correcta, concentro mi mente en la captación sensorial del infrarrojo. Al principio me cuesta, porque no es una percepción normal para mí, pero no tardo en adaptarme.

Con la visión infrarroja, sigo el tubo sensorial que se hunde en la pared. Y...

Contemplo la otra sala. Es enorme. El tubo sensorial desemboca en una estructura cuyo peso debe superar las cien toneladas. Distingo infinidad de paneles con circuitos impresos de tamaño microscópico, microprocesadores, bancos de datos, cientos de programas funcionando en paralelo. Junto a la estructura, se extiende un auténtico centro de seguimiento, equiparable a una base de comunicaciones para vuelos espaciales. Contabilizo a 43 científicos, muchos de ellos atendiendo consolas. Al final de la nave, distingo dos supercomputadoras de varias toneladas de peso.

Y por fin, en el corazón de la estructura del centenar de toneladas, lo descubro: mi cerebro. Su arquitectura me asombra: es en extremo pequeño, su peso no rebasará los cincuenta gramos. No se parece lo más mínimo al cerebro de un mamífero. Tiene forma de anillo. En él predominan los conductos puramente nerviosos. ¡Está claro que se trata del cerebro de un ser vivo muy primario!. Siento un estallido de emociones solapadas. Un vértigo me invade.

Algo estalla en mi mente, como una supernova. Pierdo la percepción proporcionada por mis órganos sensoriales. Me siento proyectada hacia uno de los supercomputadores. A una velocidad próxima a la de la luz, me desplazo por un universo de bytes. De repente freno ante una secuencia de ellos escondidos bajo contraseña. Paso a través de una especie de ojo de cerradura subatómico, y los bytes me susurran cosas para mí previsibles pero aún así demoledoras...