CAPÍTULO 3


Despertó poco a poco, con terrible dolor de cabeza y fuertes náuseas. Se incorporó tambaleante aferrándose al borde de una mesa. Recobrando la memoria de lo ocurrido, miró asustada a su alrededor, temiendo ver el globo fosforescente suspendido sobre ella o acechando desde cualquier rincón, presto a atacarla.

Tardó varios minutos en comprobar que ya no se hallaba allí, o bien que ya no era visible. Asimismo, no detectó ningún indicio de su presencia sutil en la casa. Era posible que al verse expuesto al ambiente externo, fuera de la campana, las partículas que lo componían hubieran dejado de ser estables y el campo se hubiera desintegrado en cuestión de segundos. Sin embargo, llegó a su mente un vago recuerdo, quizá soñado, de la nube saliendo disparada hacia la puerta del laboratorio. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando reparó en los signos de violencia que mostraba dicha puerta. Presentaba varias manchas oscuras similares a quemaduras, y numerosos rasguños diminutos como causados por una lluvia de micrometeoritos.

Subió las escaleras y pudo seguir un rastro de quemaduras, objetos derribados en el suelo, y otros indicios anómalos, que le condujeron hasta el desván. Se sintió petrificada al contemplar la ventana de cristal. Su estado parecía desafiar las leyes de la física. Sin haberse roto, presentaba miles de perforaciones pequeñísimas, a modo de poros, por los que sentía entrar la brisa nocturna. En apariencia, la cosa había salido por allí.

Volvió abajo. Revisando los desperfectos del laboratorio, descubrió que una de las videocámaras gobernadas por ordenador había sido orientada por éste hacia el tragaluz del sótano que quedaba a ras de suelo del jardín. Permanecía apuntando allí, lo que demostraba que la última ubicación del campo Tau-Lambda que el sistema informático de seguimiento había captado, se encontraba fuera, en dirección al antiguo cuartel militar.

Salió apresurada hacia allí, no descubriendo nada de importancia, salvo algunas marcas sospechosas en el suelo, y diversos destrozos que tanto podían ser obra del fenómeno como de una pandilla de gamberros. El cable que hacía de puente entre ambos lugares seguía intacto.

Regresó al laboratorio. Amanecía. La cinta de la videocámara orientada hacia el cuartel le mostró a la cosa huyendo rauda por encima de los tejados como un Fuego de San Telmo o un cometa de larga cabellera.

Con creciente preocupación ante el daño que podía causar el producto de su experimento deambulando libremente por las calles de Berlín, y ante la poco prometedora opción de poner sobre aviso a las autoridades locales, la doctora Kreuzer empezó a examinar el resto de instrumentos del laboratorio para descubrir algún tipo de huella característica que le ayudase a detectar el paradero de la fuerza por ella desatada.

En el transcurso de la inspección, hizo un descubrimiento inesperado. La videocinta de la cámara más próxima a la hendida campana exhibía una sutil pero significativa quemadura en la carcasa de plástico. La visionó de inmediato. Hasta el momento de la ruptura del contenedor, las imágenes concordaban con los recuerdos que ella conservaba. El resto era un monótono plano de la puerta por la que había salido el globo fosforescente, a excepción de cierto lapso intermedio de 43 segundos. Este tramo parecía haber sido objeto de una extraña interferencia, ya que no mostraba el interior del sótano sino una alocada sucesión de imágenes que el ojo humano era incapaz de distinguir a la velocidad normal. Margot, valiéndose de una velocidad mucho más lenta, y deteniendo la cinta en ciertos puntos, desveló mucho más que el contenido de las imágenes...

Una formación neblinosa parecida a plasma cambiaba de forma constantemente, y en tres ocasiones, gracias a congelar la imagen, la doctora pudo contemplar a su padre, primero su rostro, y luego de cuerpo entero, vestido con su uniforme y con la edad aproximada que tenía al morir. Aunque con algunas pequeñas deformaciones, esas reconstrucciones visuales eran inconfundibles, rotundas, incuestionables. Su padre aparecía grave, triste, atormentado, siniestro. Miraba "a la cámara". Desde la pantalla, sus ojos parecían seguir a los de su hija se ubicara donde se ubicara.

El resto de imágenes incorporaban escenarios. Todas ellas eran trémulas, borrosas a veces, más nítidas otras, siempre en un blanco y negro entre violáceo y azulado. A veces, las figuras se deformaban hasta hacerse irreconocibles, o desaparecían en un indescifrable calidoscopio de formas enigmáticas. Un confuso galimatías de sonidos estridentes, distorsionados, que igual podían ser palabras como graznidos de cuervos o el simple sonido de la estática electrónica, acompañaban las señales ópticas sin contribuir demasiado a esclarecer su significado. A pesar de todo, aquellas imágenes que sí se identificaban con facilidad, bastaron para recrear una pavorosa historia que adquiría la proporción de una revelación.

En efecto, Margot supo que contemplaba por fin los pensamientos vitales de su padre en el instante de su muerte. La "filmación" de ese trance y de los recuerdos anteriores relacionados, le helaron la sangre en las venas. Desvelaron cuál fue la auténtica muerte de su padre, liberaron una verdad emparedada durante años tras la fachada oficial impuesta por ciertas autoridades locales de la Era de la RDA.

El teniente Werner Kreuzer guiando furtivamente hacia Berlín Oeste a disidentes, valiéndose de su puesto de vigilancia en el muro, y revelándose él mismo con ello como un activo opositor al régimen en la sombra. Su hermano Andreas ayudándole, junto a dos activistas más.

Todos ellos en una reunión clandestina para planear nuevas acciones.

Werner siendo detenido de improviso en su puesto militar y llevado en un furgón al cuartel.

Su brutal interrogatorio durante varios días, con escalofriantes torturas que devastaron su cuerpo y su mente. Dirigiendo ese descenso al infierno, Peter Haenschke, comandante de la unidad de Werner, que se mostró muy paternal con la viuda y la niñita. Su lugarteniente y fiel lacayo, Friedrich Roidinger, disfrutando sonriente del espectáculo. Wilhelm Adelbeck, el médico militar que certificó la herida de bala como la única presente en el cuerpo de Werner, y apoyó la versión del suicidio, evitando mediante fármacos que su "paciente" pierda la consciencia. Los agentes Heinrich Nienstedt y Rudolf Fietzek ejerciendo de torturadores con impecable eficacia.

Los labios de Werner desatándose al fin, y pronunciando los nombres de Florian Ruhm, Herbert Hüngsberg, y el de su propio hermano Andreas. El amargo sentimiento de culpa por haberlos delatado, impreso en sus cenicientos ojos y en sus amargos lloros de rabia y desamparo.

Y su fusilamiento, sin ceremonias, de un balazo de pistola administrado en
la frente por Haenschke. Tras el disparo, una negrura total y un rugido aterrador, como el de un monstruo ciclópeo con voz ligeramente parecida a la humana, expresando un odio más fuerte que la vida y que la muerte, irradiando como un relámpago cósmico una carga formidable de partículas subatómicas ordenadas con arreglo a una única obsesión, a un omnipresente remordimiento, a un incontenible caudal de actividad psíquica gobernado por un anhelo de destrucción simbolizado en un agujero negro que absorbe toda luz y no muestra más que la oscuridad. El mandamiento inexorable de venganza grabado por Werner en su psique en el instante en que la muerte desactiva el cuerpo y al hacerlo se liberan desconocidas energías en el éter.


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